Arte y Filosofía
El amor es, primigeniamente, la primera fuerza vivificante. La única capaz de separarse de sí misma para darse su propia vida con la fe de reencontrarse, de manera superada, una y otra vez. Pero, ese fondo primigenio al que pertenece el amor en su máxima pureza lucha intestinamente con otra fuerza que lo contrae. Que lo encierra. Es sólo por un acto de la Libertad que el amor vence y sale a la luz para impregnar de vida aquello que es tocado por éste. En este sentido el Símbolo opera en cada alma individual para que ésta transmute ese fondo primigenio. En el arte simbólico sucede, precisamente, este proceso alquímico: el artista transformando la materia (sea sonora, lingüística, pictórica, etc.) transforma su fondo primigenio. Así, aun inadvertidamente, cada individuo es artista de su propio espíritu, puesto que éste se auto-realiza a través suyo, se sepa o no se sepa.
En cuanto a este saber o no saber, aparece la filosofía como el faro luminoso del saberse-a-sí mismo. Por eso, parafraseando a Emil Cioran, podemos decir que el artista sabe todo, pero no sabe que lo sabe (o posee una sabiduría ancestral sin saberlo); mientras el filósofo no sabe nada, pero sabe que no sabe nada (o posee la sabiduría de comprender las limitaciones y las fuerzas luminosas del auto-conocimiento).
Este espacio, Pigmalión, busca integrar al yo-filósofo y al yo-artista. Se pregona aquí por ese ensamblaje que habita, al menos en potencia, en el alma de cada ser humano. Se insta a que cada quien esculpa su obra, la cual cobrará vida propia, profunda y recíproca cuando el propio artista logre enamorarse de ella.