El encuentro

Miranda Calvelo

 

Las sentidas palabras se tornan insípidas en su objeto: graficar lo que fue El encuentro. Se acumulan los intentos, se asoman meras representaciones, se evoca lo que parece la sensación caduca, pero, aún así, perpetua, osando de re-construir el irrepetible instante, como quien arma un rompecabezas sabiendo, antes de empezar, que le falta alguna que otra pieza.

Hacía ya dos años de nuestro último encuentro. No fue hasta verlo que reparé en el vacío que yacía en mi ante su ausencia, pensé entonces en un florero hueco en el momento antes de que le den uso, y con su uso, también, razón a su existencia. En mi crecía una inquietud que se había incrementado los últimos meses en el cemento, esa misma inquietud fue el inconfundible aviso, pulsión del deseo o llamado de la esencia, que resultó el motor necesario para emprender el viaje hacia El encuentro.

Ese día me desperté más temprano que de lo usual. La alarma la disparó una suerte de ansias, la pedante espera o los vientos fríos del Sur. No supe identificarlo. Pero el alba me encontraba despierta y pretendí enaltecer esos minutos previos al encuentro, en donde, sabía, todo cambiaría.

Mientras esperaba que el agua calentara, lo recordé. Sabía que los recuerdos tenían más carácter de ficción que de verdades, aunque éstas no necesariamente se opongan. Las imágenes me contaban un cuento que yo jugaba a creer, bueno, como todo acuerdo implícito entre el navegante de historias y las páginas de un mundo nuevo. Sabía, sin embargo, que para que el sueño sensorial se convierta en vigilia bastaría con correr al encuentro, entregarme a sus vastos brazos.

Me pregunté si me reconocería. “Sólo pasaron dos años, veinticuatro meses, aunque mil lunas y soles y cuerpos varios, en los cuales muchas veces reconocía almas y otras tan sólo el goce, o el estúpido y vano huir de sí mismos, o aquella búsqueda insaciable y cada tanto gloriosa del Ser”.

Terminé el café en el patio, aun así, la sed se incrementaba, tan sólo unos minutos me separaban de verlo, y algunas cuadras, que se me hicieron tan infinitas como agradables.

Ya más cerca me pareció escuchar su canto. Recordé uno en particular, el aura estaba helada y nosotros solos con la Luna. Esa noche me contó secretos que, supe, nunca morirían, o quizá sólo de a ratos, si el olvido está al acecho y en un descuido de la conciencia los aniquila. Yo le compartí mis penas, le hablé de un duelo y hasta le regalé una lágrima que retornó a sí misma. De la pérdida me dijo que todo iba y venía, que al final todo se fundía en lo ancho, me enseñó el desarraigo, solo bastó verlo. Sentí curar la herida de lo incomprensible, la aceptación y entrega al pulso cíclico de la muerte fue el remedio que él, esa noche de Luna llena, me regaló.

Entre médanos y caminos logré divisarlo. Me pareció sentir su aroma de sólo contemplarlo, el flechazo creó una ilusión multisensorial, o tal vez lo estaba oliendo en serio. Me vio y lo vi, nos reconocimos. Con pies de niña y el fulgor de lo amado, fui corriendo hacia él, quien me abrazó sin más. Su latido inmenso, su tacto frío e irónicamente cálido, su sabiduría sagrada. Su boca salada fue un paraíso, paraíso de los que aprecian lo que está y corren a su Encuentro. Me perdí en sus dedos y en su pulso cíclico de muerte y vida volví a encontrarme, como quien regresa a casa después de un largo día de estar ausente, o de ignorar los susurros de su alma.

El Mar, extasiado, reconoció más que un cuerpo, palpó mi entrega más allá del goce, bailamos como niños eternos. Y cuando la tarde caía, ahora en su quietud, lloró su noble propósito: el de advertir junto al Viento, junto a las nostálgicas Lunas y los Soles abrasadores… el retorno a la Nada.

El regreso al Todo.

 

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