De apegos y desapegos

Miranda Calvelo

 

Los domingos la Flaca se levantaba y encaraba la rutina de siempre: cepillaba sus dientes amarillos que exhibían tal vez su mayor dependencia, como le decía el Gato, con el lujo de soberbia que puede darse el no-fumador en su discurso, como si los apegos no nos incluyeran a todos. Le seguía el pucho matutino y la caminata a la panadería para agasajar al Gato con las tortitas negras que tanto le gustaban pero nunca agradecía. Compraba de más pensando en comer alguna que otra, pero en cambio se sentaba en la mesa de la cocina, se prendía otro cigarro y devoraba con los ojos las facturas que tanto deseaba pero nunca comía. El Gato siempre se levantaba unas horas más tarde. Le gustaban los domingos porque no lo obligaban a bañarse, cosa que aborrecía. Se acercaba a la Flaca que aún miraba las tortitas negras de reojo para no tentarse y suplantaba el beso cálido que ella esperaba por unas palmaditas en su espalda huesuda y algún que otro comentario despreciando su aliento a dependencia. La acompañaba unos minutos clavando su mirada penetrante en sus clavículas y al rato se iba con sus tortitas al balcón para relamerse tranquilo con la soledad que anhelaba, porque el olor a pucho, o quién sabe que, lo ahogaba. Ahora la Flaca aprovechaba para cocinarle unas pastas que ella nunca comía porque decía la hinchaban, entregada a la inconstancia de un amor que la distraía de sí y la consumía.

 

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