Pedro Tauzy
1. ¿De dónde viene y hacia dónde va la autoconsciencia figurada como auto-exposición y determinación absoluta? ¿Cómo surge para la consciencia meramente sensible el saber acerca de sí misma y, con ello, un emprender el camino hacia el Reino del Espíritu? ¿No vemos que la consciencia sólo puede captarse a sí misma en tanto reconoce en ella su propio devenir, tal como antes había reconocido el devenir en lo-otro-que-la-consciencia?
Es cierto que la supuesta certeza que la consciencia sensible tiene acerca del ser-ahí del objeto como la verdad, termina negándose por el reconocimiento de la universalidad esencial que se halla detrás del objeto percibido, como también lo propio sucede detrás del percibir mismo [Cfr. “Ser, parecer y aparentar: §23- La conciencia sensible en la posibilidad gnoseológica”].
De esta manera, la conciencia buscadora de ‘verdad’ comienza por reconocer su propio percibir como la inmediata mediación entre su supuesto sí-mismo y la objetividad del ser-allí percibido. Ahora, entonces, la verdad es, para la conciencia percipiente, el propio experimentarse como ser-perceptivo. Aquí la conciencia distingue el objeto percibido de su propio percibir, cayendo la verdad de su lado y negando la independencia del objeto percibido. Pero en esta dualidad de la conciencia (la conciencia que percibe a otro y la conciencia que se percibe a sí misma) la conciencia es para sí misma la experiencia de su estar-partida en dos y necesita encontrar la identidad o el ser-uno de esta dualidad. ¿Cómo la busca entonces? En la observación reflexiva del movimiento que la consciencia que percibe lleva adelante en su acto del percibir. Así, se arroja a la experiencia del percibir un objeto dado: la silla azul que tiene adelante. Lo que la conciencia distinga como contrario al percibir esa silla en tanto un uno ahí delante de sí, será, entonces, tomado como reflexión propia de la experiencia. Entonces la reflexión de la conciencia percipiente que tiene como objeto a la silla azul observa que su ser-uno (en tanto silla) está, sin embargo, desplegado en una multitud de singularidades como propiedades suyas: el que es azul; el que es dura; el que tiene relieves verticales en el respaldo, etc. La conciencia se da cuenta que, para distinguir las distintas propiedades de la cosa, tuvo que llevar a cabo la desintegración de lo percibido inmediatamente por la conciencia sensible, de modo que da cuenta que aquellas distintas singularidades que conforman una multitud en una unidad no están mediadas por la cosa-una misma (la silla), sino por la conciencia que la percibe. De este modo, es la conciencia quien hace de vínculo mediador entre la multiplicidad de propiedades de la silla y la silla misma. Pero ahora, la conciencia se enfrenta ante otra verdad: las diferentes propiedades son, así, meramente para la consciencia y no en sí mismas, de modo que si lo que busca es la verdad considerada como la identidad entre el ser-en-sí y el ser-para-sí, debe volver a mirar cuidadosamente. De este modo se encuentra con que cada una de las propiedades es independiente respecto de la otra: el ser-azul de la silla es independiente e indiferente con respecto al tener relieves verticales en el respaldo, etc. De esta manera, cada propiedad se muestra como una diferencia indiferenciada. Sin embargo, estas propiedades nada son sin el ser-uno de la silla como sustancia. Es allí el ahí en que estas propiedades tienen su ser, de modo que ahora la conciencia experimenta que el vínculo mediador entre la multiplicidad de propiedades de la silla es la silla, pero ya no considerada como un ser-uno ahí delante, sino como un universal mediador. De esta manera, el objeto percibido salió de sí mismo como verdad supuesta por la conciencia sensible en cuanto surgió la conciencia reflexiva que negó la verdad de aquel ser-allí del objeto; pero que ahora el objeto negó aquella negación y retornó a sí mismo, aunque como universal simple superado o replegado.
Pero en este haber retornado a sí del objeto percibido, la conciencia ahora experimenta que ella misma efectuó el mismo movimiento dialéctico, ella también retornó a sí misma. Ahora la verdad para la conciencia estriba en que no sólo muestra la diversidad de la percepción y del retorno de la conciencia a sí misma, sino que el objeto también presenta este doble modo (el desplegarse en una multiplicidad y retornar a sí mismo independizándose de la conciencia). La verdad es, ahora, una duplicación reflejada entre la consciencia y el ser-allí.
Pero la conciencia se expande y busca la identidad como verdad y, más aún, esta verdad como certeza (certeza que, por el momento, se ha perdido). Ahora el objeto para esta conciencia es todo este movimiento relatado. Este movimiento mismo es, para la conciencia reflexiva, su verdad porque aquí se halla la unidad o el ser-uno al que ambas partes pertenecen, a saber: el que percibe y lo percibido. Pero estos dos lados de esta unidad verdadera se reflejan en sí mismos o están desdoblados, o son-para-sí independientes uno del otro. Ahora la conciencia encuentra su unidad como un juego de fuerzas desdobladas pero que, precisamente, por ser desdoblamientos, son una y la misma fuerza: la fuerza del desplegarse de su unidad hacia su ser-múltiple y la fuerza del replegarse o del retornar hacia sí. De este modo el juego de fuerzas presenta una fuerza que solicita y otra fuerza que es solicitada. Pero en el momento en que la fuerza solicitada cede a su solicitud, es ésta misma ahora quien en la exposición de su contenido reclama la fuerza opuesta, tornándose ella como solicitante y la opuesta como solicitada. Así, la conciencia capta que este juego de fuerzas es un devenir consigo mismo cuyo contenido son fuerzas que se solicitan y se repelen simultáneamente, teniendo siempre como resultado la constante pérdida de su ser-real en tanto es un constante aniquilarse a sí misma. Pero, aquí la conciencia capta que este juego de fuerzas al que arribó como la verdad, no es la verdad fenoménica, sino que es el interior del fenómeno o la verdad supra-sensible: el más allá de la conciencia que percibe.
Como la verdad para la conciencia, ahora, es lo suprasensible, encuentra que la verdad no es captable de modo inmediato puesto que este juego de fuerzas no se halla ahí frente a la certeza de los sentidos como un ser-allí puesto y percibido, sino como el interior de las cosas que, tampoco es captado, sino pensado. Así, la verdad o el interior de la cosa percibida es el concepto. Pero este interior juego de fuerzas, tomado no en tanto concepto sino en tanto objeto, se presenta como un más-allá inaccesible o, en todo caso, sólo accesible para algunos pocos brujos o mediadores entre las fuerzas telúricas. Por eso, se cae con facilidad en un nihilismo que dice que sólo debemos contentarnos con “el fenómeno”, es decir: debemos simular que la verdad es algo que en realidad sabemos que todavía, o al menos así, no lo es. Esta conciencia que aquí termina su recorrido, comienza a llenar ese vacío con fantasías, ideales, narrativas y lingüísticas lógicas del misticismo de la energía o electricidad, etc.
Pero la conciencia que aún se mantiene con vida se da cuenta: este ser-suprasensible devino para-ella, pero: ¿a través de qué devino el concepto del interior de las cosas? De la manifestación de las cosas. Del fenómeno mismo. Sin éste, su concepto (como la verdad interior) no hubiera nacido. Ahora la conciencia experimenta este nacimiento para-sí-misma como la verdad, de modo que la verdad de este ser-interior es, precisamente, el ser-fenómeno o el ser-exterior; la manifestación. Pero aquí, esta conciencia debe cuidarse de no retrogradarse y caer como en un pozo hasta su comienzo: si ahora interpreta, que, entonces, la verdad (o, lo mismo en este momento del movimiento, lo suprasensible) es el fenómeno tal como lo captaba aquella conciencia sensible, invirtió su sentido. El fenómeno es lo suprasensible en la medida en que la conciencia capta su ser-superado, porque no es el fenómeno como lo puesto-ahí-delante de mi percepción, sino como la manifestación en sí misma. No lo manifestado; la manifestación.
Pero el juego de fuerzas, para coordinarse y sacar a luz el producto de su manifestación responde necesariamente a una ley propia y es, ahora, esta ley propia, como concepto, la verdad. Toda esta infinitud puesta ahí (ley del juego de fuerzas; leyes múltiples como multiplicidad de aquella ley-una; cosas; vida) ahora está frente a la conciencia. Como la conciencia parece haber agotado la búsqueda de la verdad en el ser-allí exterior a ella, debe ahora buscar la verdad como unidad de lo otro consigo misma. Pero aún no es consciente de su ser-sí-misma. Tal como venimos viendo, la primera certeza que fue la certeza del objeto sensible como cosa en sí fue perdiendo su verdad en los diferentes momentos del movimiento hasta llegar a la ley como concepto del entendimiento en tanto su verdad. Pero todo este ser-en-sí de la verdad arribada es, en sí, sólo en la medida en que es para-otro: para la conciencia que así arribó a su verdad. En el camino, la certeza inicial de la conciencia sensible se perdió, quedando ahora la verdad sólo como concepto del entendimiento (exterior). Pero esta conciencia necesita ahora, recuperar esta verdad como certeza. Llega así, a la certeza de sí misma como autoconciencia, único punto, hasta ahora, en el cual la certeza y la verdad se identifican puesto que el objeto de la conciencia y la conciencia misma son una y la misma cosa.
Ahora el yo es lo que percibe y también lo percibido. El yo es él mismo enfrentado a otro al que sobrepasa, el cual también es él mismo. Sin embargo, todo lo anterior no se desecha como algo perdido, sino que se conserva, pero ya no como verdades esenciales, sino como momentos inesenciales de camino a la autoconciencia. Para la autoconciencia, la independencia objetiva del ser-allí exterior se comporta como una diferencia ya superada, como el lado negativo de su propio ser-en-sí. Vive la tautología del yo=yo, como abstracción absoluta de todo ser-otro. La autoconciencia es cierta de sí misma mediante la superación de todo ser otro (la negatividad de la vida independiente fuera de la autoconciencia). La verdad para la autoconciencia, todavía, no es la autoconciencia misma, puesto que ésta es autoconciencia en sí misma pero no llega, aún, al grado autoconsciente mismo del ser-para-sí, y así tiene, como su verdad, la nulidad o aniquilación del ser-otro. El ser-otro se muestra para la autoconciencia como objeto del querer al que debe anular para vivir la plenitud de sí misma. ¿Pero qué tenemos aquí? Que la autoconsciencia encuentra su satisfacción mediante la negación del ser-otro, mediante esta superación, de modo que la autoconsciencia tiene que pasar por la experiencia de que el objeto es independiente respecto suyo, para poder anularlo y así satisfacerse. Pero este otro que, en cuanto objeto es la negación de la autoconciencia, es la conciencia misma en cuanto deseo o querer (o en cuanto relación con el ser-otro). La autoconciencia para ser autoconciencia tiene que cumplir la superación de su negatividad (el ser-otro) dentro de sí misma. Por eso ahora, arriba a otra verdad: que la autoconciencia sólo puede realizarse y vivir su propia vida mediante la superación propia en otra autoconciencia.
Ahora la autoconciencia se ha duplicado. La conciencia es consciente de su yo consciente mediante la negación del relacionarse con el ser-otro teniendo en sí misma su dualidad: es consciencia del objeto, pero al mismo tiempo es consciencia de su consciencia del objeto, de un lado (autoconsciencia); y del otro es conciencia de su autoconciencia. Aniquila, así, la conciencia del objeto-otro y su objeto es propiamente su propia autoconciencia. Esta dualidad de consciencias es, en primera instancia, la relación del Señor y el Siervo (Cfr. Hegel: “Fenomenología del Espíritu: IV”). La autoconciencia que es el Señor se satisface mediante la negación del objeto que cumple la autoconciencia como Siervo, encontrando en ésta su esencia, mientras el Siervo encuentra la esencia de su propio ser en el cumplimiento a la satisfacción del Señor y en este auto-reconocer su lugar como el del formador de la cosa, intuyéndose por medio del Señor, a sí mismo, como consciencia. Esto es el despliegue de la cultura como formación del ser-allí hasta que esta misma formación arriba al pensamiento. El pensamiento es, aquí, el movimiento del concepto (o de los conceptos) por medio del cual el objeto no es inmediatamente indiferente frente a la conciencia que lo piensa. Distinto del pensamiento es el acto del representar del entendimiento y la imaginación repetidora: aquí el objeto se separa de la conciencia, y la conciencia empírica para simular ser autoconciencia tiene que estar recordando forzosamente que aquella representación es su representación.
2. ESPIRITUALIDAD NEW AGE: DEL ESCEPTICISMO EGOÍSTA A LA TRISTEZA DE LA DESESPERACIÓN
El pensamiento, tal como lo hemos expuesto en “Ser, parecer y aparentar” (apartados §34 y §36), es el ámbito propio del espíritu. Pero aquí, este primer estadio del espíritu tiene que iniciar su propio recorrido, puesto que, evidentemente, aún no es espíritu autoconsciente para sí-mismo. El espíritu autoconsciente tiene como otro o como su negatividad, esta dualidad de la autoconciencia entre Consciencia Superior y Consciencia Inferior, pero en tanto autoconsciencia espiritualmente libre necesita saberse y realizarse fuera de esta dinámica dual. Para ello, debe superar la producción formadora del Yo Pequeño, tanto como el sometimiento de éste a un Yo Superior. De esta manera, emprende su lucha, en primer término, ante el yo pequeño que es, en tanto mediador entre la realidad externa y el Espíritu Superior, el que se encuentra a merced de la voluntad y del querer. Así, este espíritu debe librarse de todo querer. Por eso no tiene permitido pensar en nada particular (ni quererlo), puesto que el contenido del concepto es el encadenamiento de la conciencia pensante en tanto depende de un contenido.
Así, busca a este pensar puro (depurado, sin contenido) como su elemento: la pura abstracción, la más absoluta indeterminación. En esta indeterminación absoluta, en la que el concepto (entendido como el movimiento mismo del espíritu) no tiene contenido alguno, toma a esta pura abstracción como su verdad. Pero esta pura abstracción es el concepto sin vida. Este espíritu pretende realizar su libertad en el concepto de la libertad, pero no en la libertad viva y real (en su verdadero concepto). Este espíritu abstracto no puede vivir demasiado en su búsqueda, puesto que su finalidad es la anulación propia y lo carente de vida. Su propósito, en tanto mero deber-ser tiene la apariencia de ser edificante y de ennoblecer al alma humana, pero por su ausencia de contenido y negación de toda determinabilidad, no puede expandirse y siente su muerte. Por eso, su resultado es el hastío. El hartazgo de sí.
Pero todo este espíritu de la indeterminabilidad, es sólo el lado negativo del escepticismo egoísta. En cuanto se realiza aquel espíritu, se realiza como escepticismo que tiene, como fundamento de su ser, el yo como centro de toda determinación. Como aquel espíritu (meramente negativo) negaba toda determinabilidad poniendo como pura positividad al pensamiento puro abstracto, en su positividad, donde no es posible la indeterminación absoluta, sino que es el reino de la determinabilidad, lleva a cabo a su extremo en virtud del cual la autoconciencia que niega toda realidad independiente determinada, es ella misma quien crea desde sí toda realidad y la determina. Ahora, como el pensamiento ya no puede ser indeterminado, sino que comienza a tener contenido, éste contenido se lo da a sí mismo como algo ajeno y externo a todo ser independiente de la consciencia y así sólo otorga validez a sus conceptos, aunque estos, todavía, sean meras abstracciones que no pertenecen al objeto independiente (el ser-allí). A este escepticismo egoísta se llegó mediante la aparición, y posterior pérdida (o negación), de los distintos momentos del recorrido de la conciencia. Este movimiento, hasta aquí, era algo que a la conciencia le acaecía objetivamente, se le mostraba como algo necesario e independiente; pero ahora, que la autoconciencia proclama su supuesta libertad absoluta, hace desaparecer este otro-acaecido-independiente y también su relación con ello puesto que, hasta aquí, lo otro-que-la-conciencia (lo supuesto absolutamente objetivo) se hacía valer por sí mismo y era, en todo caso, sólo captado. Pero ahora, proclamada su libertad absoluta, es la propia autoconciencia la que hace surgir desde sí misma su propia auto-experiencia y eleva esto al trono de la verdad. Brota el lema del “yo creo mi propia realidad”, “tienes el poder de crear lo que crees”, etc.
La autoconciencia, al eliminar toda diferencia, sólo es pensamiento que se piensa. Ahora, todo aquel movimiento dialéctico se da en esta misma unidad. Ahora verifica las diferencias como contenidos propios que se disuelven en ella misma: las representaciones sensibles y pensadas dentro de sí; los sentimientos a los que parece no poder exigírseles nada y a los que, de momento, se les presta adorada obediencia. Pero su problema, ahora, es que lejos de ser una identidad o igualdad consigo misma determinada, se ve arrojada a la confusión anárquica de sus propios fantasmas y la vivencia del vértigo de la ausencia de normas, cayendo ante sí una y otra vez. Esta autoconciencia mantiene para sí misma esta confusión porque, para ella, esta confusión, este automovimiento sin ley es la verdad. Así, dentro suyo, ahora experimenta que la singularidad se le presenta una y otra vez como contenidos internos por los que su propia consciencia se ve capturada y de los que tiene que liberarse por ser inesenciales y presentar, para sí, la desigualdad.
Por eso, esta nueva autoconsciencia se ve yendo constantemente de un extremo al otro. Pasa del extremo de la autoconsciencia idéntica a sí misma a la consciencia contingente, azarosa y generadora de confusión. Vuelve, entonces, a experimentar que la consciencia está partida, está rota. Vuelve a ser víctima de su propia dualidad. Por un lado, proclama la libertad absoluta que se eleva por encima de toda confusión, pero por otro lado confiesa un retornar hacia lo que consideraba no-esencial, y da vueltas. Pero, terca en sí misma, lucha por la negación de todo contenido inesencial, indicándolo como tal. Pero, ahora, esta indicación o este experimentar esa lucha es un algo, y este algo es, a su vez, lo que busca hacer desaparecer. Sostiene que no hay que pensar y, sin embargo, piensa; sostiene que se debe eliminar el deseo y, sin embargo, desea; sostiene la invalidez de las normas éticas que, anteriormente, el Yo Superior había ordenado, mientras por otro lado construye un edificio propio con normas éticas propias (un determinado deber-ser de la egoidad). No habiendo logrado, esta autoconsciencia egocéntrica, la identidad dentro suyo, de modo que pudiera—ella misma—ser creadora de toda realidad, vive su propia tristeza y desesperación.
Así, esta consciencia egoísta es pura contradicción destinada a consumarse o a ser superada. Y es superada del siguiente modo: los dos momentos de esta contradicción conforman ahora la unidad de este ser-ahí egoísta. Ahora, la consciencia es autoconsciencia en tanto ve que su autoconsciencia está contradicha entre dos momentos opuestos y hace brotar, entonces, una nueva autoconsciencia que tiene ante sí lo inmutable de un lado y lo mudable, de otro.
Ahora ve que la consciencia de sí que mira hacia aquella contradicción es, ella misma, consciencia cambiante (puesto que tiene un contenido específico), pero ahora lo es para-sí, se ha hecho autoconsciente y busca superar esta inesencialidad librándose de ella misma, puesto que ahora ella misma, en su unidad, es inesencial y contingente. Así, la autoconsciencia toda, se sabe a sí misma como la no-verdad y la verdad es la inmutabilidad absoluta que se presenta, todavía, como un ser-otro-que-la propia consciencia.
Pero en este considerar su autoconsciencia como la no-verdad, considera a lo Universal Absoluto (o Universo) como la única verdad y así, pasó de nuevo de un extremo a otro: del lema del “yo creo mi propia realidad” pasa al “así tenía que ser”, “ya estaba escrito”, “lo que sucede, conviene”. Así, lo que acaece está totalmente en manos del Absoluto y con eso, la autoconsciencia pasa de una Libertad Absoluta proclamada para-sí a un determinismo Absoluto en el que la Libertad de la autoconsciencia no es verdadera y con ello, licúa toda responsabilidad personal.
La autoconsciencia vuelve a partirse ahora en otra dualidad y ahora es para-sí en tanto verifica en sí misma esta antinomia aparentemente insoluble. Por eso precisa experimentar la identidad de estos dos momentos contrapuestos mediante la unión entre la singularidad y la Universalidad Absoluta. Nace, de nuevo, la esperanza (Fe) de reunirse con esta nueva imagen de lo Absoluto Inmutable: ya no un yo-soy-Dios; sino la esperanza de un unirme con Dios. Pero ahora, lo inmutable, como Universal contrapuesto a la singularidad de la autoconsciencia, se muestra también como otro singular, por donde la Universalidad tendrá que brotar de la unión entre ambos.
Se arroja, la autoconsciencia al sentimiento la universalidad en su propia singularidad, para lo cual exige dos sacrificios: que lo singular se vuelva pasivo abandonando su movimiento confuso de las representaciones y que lo Universal abandone su lugar en el Cielo y se reúna con lo singular, para que éste sea captado en su esencia y agradecimiento y se logre la identidad buscada.
Pero a este momento del sentimiento, le falta, ahora, el arribar a su ser-para-sí autoconsciente, de modo que la consciencia singular, debe retomar su lugar para observar su resultado. En este acto, después del encuentro con Dios, la consciencia singular se sincera y reconoce su teatralidad para consigo misma: ha simulado abandonarse para recibir la Universalidad en sí misma, pero ahora ha vuelto y se ha apropiado de dicha experiencia. Ahora lo Inmutable Universal (Dios) es sólo el instrumento para el dominio del Yo y aquí se vivencia la inversión de los principios. La autoconciencia ha echado por tierra la verdad de la identidad y vuelve a la particularidad. Surge, así, la figura del falso profeta, o el falso maestro espiritual. De este modo, se ensancha la cabeza, pero no se purifica el corazón, puesto que el amor, en esta dialéctica, sólo está puesto como amor al yo. Del vínculo con Dios, este amorío obtiene la fuerza para sí mismo, y este sí-mismo enamorado de sí, se hace autoconsciente en el simular amor a un otro. Pero este aparente amor a un otro no es la verdad para esta autoconsciencia, sino que es el elemento en que realiza su espíritu egoísta.