Pampa y Nada

Pedro Tauzy

 

Acá, en los tiempos y lugares nuestros no tenemos mitología alguna porque no hemos, nunca, permanecido al abrigo del ser, entendido el ser como aquel claro de luz para lo que cada vez se oculta. Acá sólo nos atenemos a la cosa, ni siquiera en cuanto cosa, sino sólo en tanto ensordecimiento. Corremos detrás de lo que nos llama la atención, nos entretiene, nos ausenta.

Acá, en los tiempos y lugares nuestros, el viento sur sólo se llama “Viento Sur”. No porque no tengamos ni hayamos tenido el “ingenio” (calculable éste y siempre interpretable) para identificar el lenguaje de la naturaleza con personificaciones divinas. Aquí no están Bóreas, ni Nótos, ni Euros, ni Céfiro. Aquí están Viento Norte, Viento Sur, Viento Este, Viento Oeste. Porque nuestra era es la era de la toda posibilidad humana bajo su cálculo. El viento sur es Viento Sur porque, de antemano, se lo cree conocer con leyes físicas y geográficas. Todo está al alcance de la técnica, del cálculo, del dominio humano. Al hombre de hoy nada se le escapa. Nada está, ni puede estar, fuera de su cálculo. Ni siquiera toda conducta humana misma en un determinado lugar.

Si, a la mañana de un domingo helado y atiborrado de violentísimo Viento Sur, un auto desconocido llega hasta a escasos metros del linde de un “campo” en plena llanura en la que, más que esa producción de soja, no hay entretenimiento alguno, es porque, evidentemente, se trata de intrusos que intentan atacar aquella propiedad privada.

Debe, el hombre dueño del campo, sospechar como primera medida. Debe, como segunda, llamar a la policía a quien, pese a recurrir a ella cobardemente, detesta y de quien desconfía más que de nadie.

La policía llega. Entonces, hay infinita llanura, violentísimo Viento Sur, un auto sospechoso y tímida policía. Pero hay algo más: así como en su esencia misma, la naturaleza siempre se busca sin jamás encontrarse, hay la arquitectura de una Argentina que se buscó y nunca se encontró. Quizás, esta Argentina (su nombre puede ser cualquier otro), late oculta en la historia subterránea. Paredes desechas arrojadas al vacío llano, al silencio de los árboles y al olvido del hombre que progresa. Una escuela abandonada, una pista de bailes desandados.

¿Qué clase de delincuentes estarían tramando qué plan para conquistar una propiedad privada escondiéndose bajo estos molestos escombros?

Ingresa el primer valiente policía. Atraviesa la puerta de aquel posible lugar. Paredes abiertas al cielo gris de domingo. Paredes que acuden al horizonte llano para completarse. Nada ni nadie. Unos pasos más, sin hacer mayor ruido que aquel que ya proporcionaba el ensordecedor Viento Sur para que no oigan ni huyan los delincuentes. ¿Patios internos? ¿Un baño o una cocina? Más tierra, más llanura, más yuyerío y más árboles. No importa si esas construcciones aisladas respondían a un baño o a una cocina o a una pista de baile. De eso sólo puede encargarse algún puñado de arqueólogos obsesionados con lo que sólo es en tanto no existe como tal. Continúa su marcha, el tímido policía, hasta que ve algunas siluetas y oye algunas pisadas. Sigilosamente se acerca. Un trípode que sostiene una cámara de fotos. Eso no puede no serle familiar al hombre policía ¡Un artefacto técnico! Dos hombres. En silencio están. De una de esas paredes que sostienen la nostalgia por lo que pudo haber sido, uno de ellos cuelga y descuelga fotos de la llanura. El otro, fotografía esa pared que se continúa y se pierde en la extensísima llanura inviolable.

¿Qué hacen?” pregunta el policía, muy tímido, a los dos delincuentes. Gustavo, con una calma capaz de remover a la tierra para despertar hasta al mismísimo Poseidón le contesta: “nada”.

Pero Gustavo no es soberbio y conoce la condición humana tal como la tierra conoce la mano que, encima suyo, le cargó cemento y ciudades y edificios altísimos. Así fue que rompió ese “nadeo” para continuar diciendo “estamos haciendo una instalación artística, efímera”. El policía palideció. El Viento Sur envolvía una de las escenas más ridículas en la vida de cualquier persona. Sólo que aquí ninguna de estas personas era cualquier persona. Aquí se experimentó (basta con que haya sucedido, al menos, para uno de los presentes) ese claro de luz. El policía tímido y los dos insólitos habían sido tomados por el ser para mostrarles a todos ellos que él mismo (el ser) se oculta siempre y cada vez. Nadie allí, estaba siendo “cualquier persona”. Estaban actuando dentro de un Símbolo Vivo. Estaban siendo sidos.

El policía tenía que ser policía. Entonces dijo: “no pueden estar acá, esto es una propiedad privada”. Todos sabíamos, y sobre todo Gustavo, que eso no era una propiedad privada. Creo que sólo Gustavo sabía que eso correspondía al Dominio Público del Estado de la Nación. Pero, no lo dijo ni aleccionó al policía, Gustavo. Le dijo, con sumo respeto: “sí, ya nos vamos. Estamos terminando. Mire, pase a ver. ¿Quiere?”. El palidecido policía respondió con apuro: “no, no, está bien”. Hubo silencio. Nadie sabía demasiado qué hacer. Excepto Gustavo: nada; arrojarse a la estancia humana, en la pampa, envueltos de violentísimo Viento Sur y de nostálgicas paredes con un tímido policía y un joven dispuesto a estar dispuesto a sí mismo.

Vuelve a romperse el silencio gracias a las pisaditas tímidas y calladas de otro policía que acompañaba al primero. ¿Éste? más tímido aún y ya palidecido de entrada. Gustavo vuelve a invitarlos a conocer lo que allí estaban haciendo. El “no” de aquellos fue tan veloz, tan seguro y tan determinante como la velocidad con la que el tiempo devora toda existencia; como la seguridad con la que “progresa” el hombre; y con la determinación con la que, detrás de toda cosa y de toda hechura y de todo entretenimiento, cemento y progreso, la nada nadea, siempre y cada vez. Este “no”, esta resistencia a la pampa, tan arraigada en las entrañas mismas de la historia argentina, no les fue gratuita a los policías tímidos y palidecidos. Todos sabemos que una elegante manera de revestir a la nada es adjudicándonos títulos y oficios que hacen, de nosotros, algo y no nada. El policía es policía, no nada. Y su ser-policía estriba en perseguir, detener, y saber qué se puede y qué no, qué es propiedad privada y qué no. Gustavo los castigó reduciendo su ser-policía a la nada. Les dijo, después de mucho: “esto no es propiedad privada. Es de la Nación. Aquí hubo una escuela Nacional”. Detalló aún más Gustavo, pero no recuerdo más que eso. Las dos nadas, tímidas y palidecidas se dieron media vuelta y se fueron.

No eran delincuentes comunes. Eran los peores delincuentes con los que jamás hayan tenido que lidiar aquellos tímidos y palidecidos policías. Sobre todo, porque su delito no figura, todavía, en el Código Penal.

La Pampa, todavía nos habla. Todavía nos silencia.

Arte contemporáneo” decía, cada tanto y con una sonrisa cómplice, Gustavo.

 

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